viernes, 20 de agosto de 2010

Él


Él atraviesa la calle, sale de lo oscuro y camina hacia mí como delineando la luz en esa bocanada de oscuridad, en la noche. Y como si su paso fuera el detonante de algún candelabro, la acera se ilumina. Un paso, otro... poco a poco llega a mí. Él, cadencioso siempre, me envuelve primero con los ojos, después con los brazos y su cuerpo entero termina la faena. Las noches con él son una carcajada sonora, son mis ojos inyectados de luz, empequeñecidos de ternura y abiertos, siempre abiertos como bocas enormes, devorando cada uno de sus movimientos, anotando minuciosamente cada gesto. Así recorre todos mis sentidos. Mis manos palpan cada una de sus texturas, memorizándolas. Mi boca voraz, le devora cada milímetro de piel, de idea. Mis oídos distinguen hasta el más mínimo de sus latidos, al grado de poder clasificarlos. El olfato ha elegido su sitio, el lugar que define su aroma: los escasos milímetros que forman el puente de su labio superior cuando me besa. Me gusta perderme en él, en el laberinto de sus misterios, en los pasillos decorados con arquetipos en su cabeza... me gusta escucharlo hablar, su voz me tranquiliza, me vuelve etérea como nube, volátil. Después, con su beso me trae de vuelta a la carne y al hueso. Su beso... ese golpe que me irriga sangre. Él, mi mago, mi tritón, mi solar, entusiasmo que no me cabe en el cuerpo y me estalla en los ojos, desbordándose. Él, espiral, caracol, el Lázaro de mis metáforas oxidadas, un universo lleno de constelaciones atrapado en lo humano... él.

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